Tudela

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Todos mis sueños

lunes, 8 de julio de 2013

España, reforma o ruptura en el siglo XXI

Mucho se ha hablado, escrito, leído, estudiado e investigado sobre la transición española. Un proceso que, al menos teóricamente, ha servido de ejemplo en otros países de diferentes latitudes. Un espacio temporal que nos llevó, no sin sobresaltos, desde una dictadura cuarentona a una democracia recién nacida. Un camino en el que se aplicó generosidad, bastante olvido y muchísimo sentido común.

Muchos, como yo, vivimos esa transición hacía la democracia con nuestra mayoría de edad recién alcanzada y, por ello, fuimos, en menor o mayor medida, actores directos o indirectos de esos años, de esos vivos e ilusionantes momentos hacia la deseada nueva incertidumbre. Creíamos que, al final, conseguiríamos vivir en paz y en libertad.

Atrás dejamos, sobre todo nuestros mayores, los ingratos y dolorosos recuerdos de una guerra civil primero y de una dictadura después, donde, desde el principio, hubo dos bandos. Primero los vencedores y los vencidos y después los ricos y los pobres que, en la mayoría de los casos, eran coincidentes, los ricos o vencedores dominando a los pobres o vencidos.

Esa transición, esos intensos años, tuvieron, como no, grandes turbulencias. En aquellos años setenta se defendía, por un lado, la reforma del sistema político y, por otro, la ruptura del mismo, para, desde ahí, alumbrar un nuevo tiempo de convivencia democrática. Obviamente, la primera opción era digamos menos traumática que la segunda. La legalización de los sindicatos primero y de los partidos políticos, incluido el Partido Comunista, después, la promulgación de la Ley para la Reforma Política de 1976 y la Constitución Española de 1978, fueron los grandes hitos, aunque hubo muchos más, que jalonaron aquellos años.

Dicha etapa, como decía antes, se caracterizó, entre otros aspectos, por el olvido. Un olvido que se manifestó de muchas formas, desde no exigir responsabilidades políticas o penales, hasta la voluntaria amnesia de la historia más reciente de nuestro país, para conseguir, desde el consenso, un sistema político democrático. La nueva cultura surgida del pacto, del olvido, no buscó explicaciones históricas, había nacido precisamente de esa voluntaria carencia de memoria.

Dicha amnesia pudo ser soportada y alimentada por una nueva etapa de desarrollo y crecimiento, donde los derechos se abrían paso y las conquistas sociales se esculpían en leyes. Donde la igualdad de oportunidades caminaba, día a día, entre una jungla de impedimentos y justificaciones vestidas de imposibles. Al final, la educación, la sanidad, las pensiones, la vivienda o los servicios sociales, por citar algunos, eran derechos, en muchos casos subjetivos, gestionados bajo responsabilidad pública y financiados, entre todas y todos, a través de nuestros impuestos y donde el acceso a los mismos, bajo la igualdad de oportunidades, iba apartando, día a día, las antiguas discriminaciones sociales.

Así hemos vivido, no sin obvias dificultades, durante los últimos treinta y cinco años. Aquel esfuerzo convivencial, aquel olvido amnésico, había merecido la pena. La cultura del pacto, del acuerdo entre distintos, del llamado consenso de la transición, de la necesidad de entender y atender a los demás, habían barnizado nuestras vidas y conseguido certidumbres de futuro. Pero, desgraciadamente, aquellos cimientos convivenciales hoy se están tambaleando. Se utiliza la crisis económica para, desde la derecha europea, española o navarra, soterrar aquellos cimientos, para volver a construir desigualdades, para generar divisiones entre ricos, cada vez más, y pobres, también cada vez más, entre capaces e incapaces, entre responsables de todo e irresponsables de nada.

Las medidas que se están aplicando, los retrocesos que se están implementando, no caen bajo las espaldas de los que han generado el problema o la crisis; es decir, entre los ricos y poderosos, sino que recaen entre los más desfavorecidos, los de siempre que, por cierto, socialmente somos la mayoría. Una vez más, como antes de la democracia, la minoría, los ricos, están volviendo a dominar democráticamente a la mayoría, a los pobres.

Este no era el espíritu de la transición, donde la necesidad de entender y atender a los demás era una premisa irrenunciable. El liberalismo radical, el sálvese quien pueda, es la meta de la derecha. Por ello, no es descabellado empezar a pensar que la transición no se hizo, que la reforma no se completo y, por tanto, parece necesario caminar hacia una verdadera transición democrática, hacia aquella ruptura no desarrollada.

Un gobierno que consiente casi seis millones de parados, que ataca y privatiza la sanidad pública, que lamina la educación y modifica la becas, que aminora las pensiones y reduce, hasta su mínima expresión, los servicios sociales, como está ocurriendo con la llamada Ley de la Dependencia, no puede seguir gobernando democráticamente. Por tanto, desde una radical pero irrenunciable democracia, hay que transformar nuestro hoy teórico estado social y democrático de derecho, en un estado que realmente consolide dichos derechos, todo ello desde la legítima mayoría democrática.

Si la reforma, treinta y cinco años después, nos ha traído un retroceso, bien la ruptura o una segunda transición nos deberá alumbrar un nuevo avance, desde la convivencia, el respeto y el radicalismo democrático. La economía, como las leyes están o, cuando menos, deben estar al servicio de las personas y no al revés. No puede ser ni se puede consentir, ni un día más, que en España haya niñas y niños que estén pasando hambre.

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