Tudela

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Todos mis sueños

miércoles, 31 de julio de 2013

¿Cuál es mi bandera?

Durante las últimas semanas estoy constatando, con cierta preocupación y, por qué no, también con bastante estupor, posicionamientos sociopolíticos referidos, en este caso, al tema de las banderas, con la especial particularidad que conlleva este asunto en Navarra. Quiero dejar bien claro y antes de nada que mi bandera no tiene color, si tiene imágenes, que no son otras que las de mis conciudadanos, las de mis vecinas y vecinos y, por extensión, las del conjunto de personas que poblamos este planeta. Obviamente, ni que decir tiene que este tema, tan insignificante diría yo, ha cogido cierto auge a raíz de lo acontecido en los momentos previos al lanzamiento del último chupinazo de Pamplona.

Según Wikipedia una bandera es: una pieza de tela, normalmente rectangular, aunque puede adoptar formas muy variadas, que se sujeta por uno de sus lados a un asta, o se cuelga de una driza. Es decir, una bandera, al margen de los sentimientos individuales o colectivos que las personas queramos depositar en ella, es eso y solo eso, una pieza de tela, generalmente compuesta con distintos colores, formas o dibujos. Insisto en la idea, es una pieza de tela y, por tanto, somos las personas las que la “transformamos” en algo distinto.

Las banderas se utilizan tanto para identificar o representar a una persona o grupo de personas como también, por ejemplo, a un ejército. Y, aquí viene la pregunta, ¿se utilizan, al menos en el caso de nuestra Comunidad Foral, para identificar o representar o, más bien, para diferenciar y excluir? El día que nos demos una respuesta sincera a esta pregunta habremos avanzado mucho en nuestra convivencia plural.

Cierto es que Navarra está conformada por personas de distinto pensamiento y que éstas tienen sentimientos a veces divergentes, tanto en lo cultural, como en lo político o en lo religioso, por citar algunos. Pero, cierto es también que deberemos convivir respetando, en primer lugar, a nuestros convecinos, sin imposición ni diferenciación alguna, por cuanto todas y todos somos personas. Por ello, hace tiempo que me he manifestado, a las pruebas de mi blog me remito, sobre la necesidad de respetar y amparar la diversidad cultural e idiomática de nuestra Navarra, por cuanto, tanto el castellano como en vascuence o euskera son idiomas navarros y, en consecuencia, españoles, legitimados tanto por nuestra Constitución como por nuestra LORAFNA. Resumiendo la idea, en lo religioso como en lo político respeto a la pluralidad y en lo referido al ámbito cultural, apoyo a nuestra diversidad cultural, desde la premisa mayor de “no imponer, no impedir”.

Otra cuestión es cuando se pretende superar o desbordar forzadamente lo cultural, intentando disfrazarlo como tal, pero siendo realmente una cuestión bien distinta, como es lo políticamente indentitario, representado, en este caso, por una bandera. Es un arte la que viene practicando, desde hace unos cuantos años, la inexactamente llamada izquierda abertzale, fundamentalmente en nuestra Comunidad Foral, por cuanto su real imposición es disfrazada, con acierto por su parte, de una falta de libertades y una imposición aplicada, supuestamente en su contra, por las instituciones forales. Enlazo con lo anterior, el vascuence o euskera es un idioma navarro, pero la ikurriña es una representación de la Comunidad Autónoma Vasca y, en consecuencia, de las personas que en ella conviven, teniendo la Comunidad Foral de Navarra su propia bandera, desde tiempo inmemorial, cosa que, desde el respeto institucional, no se puede decir lo mismo de la bandera, inicialmente partidaria y no institucional, representativa de nuestra comunidad vecina.

Obviamente, si en algún momento, libre y democráticamente, la ciudadanía navarra decidiese integrarse en la Comunidad Autónoma Vasca, legítima aspiración de bastantes navarros y navarras, es ese y no otro el momento en el que sería representativa la ikurriña también de nuestra Comunidad Foral, pero ese momento todavía no ha llegado y, apelando al convivir democrático, no es aconsejable acelerar los tiempos ni precipitar los procesos. Malas experiencias tenemos de quienes, desde el chantaje y la fuerza, por no ser todavía más claro en tiempos de forzosa “inactividad”, lo han venido intentando durante las últimas décadas.

Se pueda hablar y debatir, por qué no, de la conveniencia de modificar la constitución, la LORAFNA, la Ley Foral de Vascuence, etc., etc., todo ello es posible democráticamente. Lo que no es posible ni aceptable, sino más bien rechazable, es la imposición, no sé si de la minoría o de la mayoría, pero siempre habrá que repudiar cualquier imposición. Las imposiciones no se legitiman dependiendo de quién las ejerza, ni de si son pocos o muchos, porque siempre son rechazables. Por ello, habrá que apelar al pacífico convivir democrático, respetando siempre las reglas de juego vigentes en cada momento, protestando si éstas no nos parecen justas, pero conviviendo con ellas, en tanto en cuanto no las hayamos modificado libre y democráticamente entre todas y todos, lo contrario bien puede ser la anarquía o, aún peor, la dictadura de derechas o de izquierdas.

Si esto no se entiende así, si no se práctica con respeto y sin imposiciones, pudiera ocurrir que digamos la otra parte se sintiese agredida y optara también por la legítima vía de la confrontación social, encontrándonos con unos defensores y vigilantes del uso de la ikurriña, frente a otros, también defensores y vigilantes del uso de la bandera navarra y, en consecuencia, del no uso de la anterior. ¿A qué nos podría llevar esta situación de vigilancia entre bloques? A ningún avance democrático y, por consiguiente, a nada bueno.

He dicho al principio, en mi condición de socialista y, derivado de ello, internacionalista, que no tengo bandera. Las banderas, además de representar intereses y territorios, dividen a las personas y las confrontan, situando, casi siempre, a unos como los buenos y a otros como los malos. Esa no es la convivencia en la que yo creo. No creo en las separaciones ni en las divisiones, creo firmemente en las agrupaciones y en las uniones, por eso, a día de hoy, desde mis principios y valores socialistas, no sé cuál es mi bandera, aunque tampoco me preocupa y, mucho menos, me ocupa.

lunes, 8 de julio de 2013

España, reforma o ruptura en el siglo XXI

Mucho se ha hablado, escrito, leído, estudiado e investigado sobre la transición española. Un proceso que, al menos teóricamente, ha servido de ejemplo en otros países de diferentes latitudes. Un espacio temporal que nos llevó, no sin sobresaltos, desde una dictadura cuarentona a una democracia recién nacida. Un camino en el que se aplicó generosidad, bastante olvido y muchísimo sentido común.

Muchos, como yo, vivimos esa transición hacía la democracia con nuestra mayoría de edad recién alcanzada y, por ello, fuimos, en menor o mayor medida, actores directos o indirectos de esos años, de esos vivos e ilusionantes momentos hacia la deseada nueva incertidumbre. Creíamos que, al final, conseguiríamos vivir en paz y en libertad.

Atrás dejamos, sobre todo nuestros mayores, los ingratos y dolorosos recuerdos de una guerra civil primero y de una dictadura después, donde, desde el principio, hubo dos bandos. Primero los vencedores y los vencidos y después los ricos y los pobres que, en la mayoría de los casos, eran coincidentes, los ricos o vencedores dominando a los pobres o vencidos.

Esa transición, esos intensos años, tuvieron, como no, grandes turbulencias. En aquellos años setenta se defendía, por un lado, la reforma del sistema político y, por otro, la ruptura del mismo, para, desde ahí, alumbrar un nuevo tiempo de convivencia democrática. Obviamente, la primera opción era digamos menos traumática que la segunda. La legalización de los sindicatos primero y de los partidos políticos, incluido el Partido Comunista, después, la promulgación de la Ley para la Reforma Política de 1976 y la Constitución Española de 1978, fueron los grandes hitos, aunque hubo muchos más, que jalonaron aquellos años.

Dicha etapa, como decía antes, se caracterizó, entre otros aspectos, por el olvido. Un olvido que se manifestó de muchas formas, desde no exigir responsabilidades políticas o penales, hasta la voluntaria amnesia de la historia más reciente de nuestro país, para conseguir, desde el consenso, un sistema político democrático. La nueva cultura surgida del pacto, del olvido, no buscó explicaciones históricas, había nacido precisamente de esa voluntaria carencia de memoria.

Dicha amnesia pudo ser soportada y alimentada por una nueva etapa de desarrollo y crecimiento, donde los derechos se abrían paso y las conquistas sociales se esculpían en leyes. Donde la igualdad de oportunidades caminaba, día a día, entre una jungla de impedimentos y justificaciones vestidas de imposibles. Al final, la educación, la sanidad, las pensiones, la vivienda o los servicios sociales, por citar algunos, eran derechos, en muchos casos subjetivos, gestionados bajo responsabilidad pública y financiados, entre todas y todos, a través de nuestros impuestos y donde el acceso a los mismos, bajo la igualdad de oportunidades, iba apartando, día a día, las antiguas discriminaciones sociales.

Así hemos vivido, no sin obvias dificultades, durante los últimos treinta y cinco años. Aquel esfuerzo convivencial, aquel olvido amnésico, había merecido la pena. La cultura del pacto, del acuerdo entre distintos, del llamado consenso de la transición, de la necesidad de entender y atender a los demás, habían barnizado nuestras vidas y conseguido certidumbres de futuro. Pero, desgraciadamente, aquellos cimientos convivenciales hoy se están tambaleando. Se utiliza la crisis económica para, desde la derecha europea, española o navarra, soterrar aquellos cimientos, para volver a construir desigualdades, para generar divisiones entre ricos, cada vez más, y pobres, también cada vez más, entre capaces e incapaces, entre responsables de todo e irresponsables de nada.

Las medidas que se están aplicando, los retrocesos que se están implementando, no caen bajo las espaldas de los que han generado el problema o la crisis; es decir, entre los ricos y poderosos, sino que recaen entre los más desfavorecidos, los de siempre que, por cierto, socialmente somos la mayoría. Una vez más, como antes de la democracia, la minoría, los ricos, están volviendo a dominar democráticamente a la mayoría, a los pobres.

Este no era el espíritu de la transición, donde la necesidad de entender y atender a los demás era una premisa irrenunciable. El liberalismo radical, el sálvese quien pueda, es la meta de la derecha. Por ello, no es descabellado empezar a pensar que la transición no se hizo, que la reforma no se completo y, por tanto, parece necesario caminar hacia una verdadera transición democrática, hacia aquella ruptura no desarrollada.

Un gobierno que consiente casi seis millones de parados, que ataca y privatiza la sanidad pública, que lamina la educación y modifica la becas, que aminora las pensiones y reduce, hasta su mínima expresión, los servicios sociales, como está ocurriendo con la llamada Ley de la Dependencia, no puede seguir gobernando democráticamente. Por tanto, desde una radical pero irrenunciable democracia, hay que transformar nuestro hoy teórico estado social y democrático de derecho, en un estado que realmente consolide dichos derechos, todo ello desde la legítima mayoría democrática.

Si la reforma, treinta y cinco años después, nos ha traído un retroceso, bien la ruptura o una segunda transición nos deberá alumbrar un nuevo avance, desde la convivencia, el respeto y el radicalismo democrático. La economía, como las leyes están o, cuando menos, deben estar al servicio de las personas y no al revés. No puede ser ni se puede consentir, ni un día más, que en España haya niñas y niños que estén pasando hambre.